Animal maternal

Una historia que se teje durante mis días de puerperio, como una forma de entender el disonante y poderoso encuentro entre las tradiciones familiares cusqueñas y los impulsos animales de mis primeros tiempos como madre.

El nacimiento de un niño grande es un acontecimiento que es señalado con curiosidad. Mi vientre, sostenido por un cuerpo que de espaldas parecía resistir al proceso metamórfico que lo acechaba, proyectaba la imagen de un contenedor que lleva dentro más de una vida. Y quizá sí era así. El niño grande que mi vientre expandido cargaba, venía con el mismo conjuro con el cual yo, 36 años antes, había llegado al mundo. Era el primer niño de una familia extensa de la sierra del Perú. Su nacimiento marcaba el inicio de un nuevo ciclo de vida, entendido como el envío cicatrizante y amoroso de mi abuela y mi padre muertos, que regresaban junto con él para ocupar todo el espacio vacío que mi familia sentía por su ausencia.

Mi hijo nacería en junio, mes de fiestas incas, donde se festeja al sol joven que ha nacido y que debe ser recibido en comunidad. Contrario a mis deseos, mi niño grande tuvo que dar su primer respiro en la gris y húmeda Lima, lejos de su ciudad natal. La preparación para esta circunstancia fue pensada con cauteloso cuidado, debíamos traer el Cusco a la capital y el niño debía guardar las costumbres con la cual todos los miembros de su familia grande habían nacido.

El ritual comenzó con la peregrinación de toda mi panaca a Lima. La procesión fue liderada por mi abuelo, quien desde sus profundos ojos grises y sus orejas de lóbulos extendidos, como los antiguos sabios orejones incas, fue de los primeros en llegar y dar los mejores augurios para esa criatura que aún estaba tejida a mis entrañas. Mis tías, fieles custodias de las tradiciones de mi abuela, recitaron a mi oído por 9 meses todos los pasos para recibir a mi hijo en este nuevo mundo. Una lista larga de alimentos obligatorios y prohibidos; así como también estuve prohibida de tejer, ya que el juego de mis manos con la lana podía poner en riesgo la vida del niño, mandando órdenes erróneas a mi vientre de envolver el cordón a su cuello. El tejido era un ejercicio reservado para las mujeres mayores de la casa, a mi solo me restaba mirarlas y ver con cariño esas primeras prendas que cubrirían el cuerpo de mi hijo.

La llegada de mis parientes peregrinos fue acompañada de plantas y objetos; mejorana para que el parto sea rápido, mantas que fueron usadas por otros niños de la familia. Así, un domingo antes del parto, vi entrar por la puerta de mi casa un ropón amarillo, elaborado por mi madrina de bautizo, la más diestra de todas las hermanas con el tejido. En este mundo de tradiciones andinas, las prendas y las plantas también tienen vida, y pueden decidir viajar desde Cusco para encontrarme, y eso es exactamente lo que hicieron.

El parto y el nacimiento
La llegada de la última fibra de mi red familiar anunciaba lo inminente: mi hijo nacería habiendo esperado a cada uno de sus parientes. El niño grande intentó llegar al mundo anunciándose con contracciones persistentes, pero su tamaño hizo que se quedara a mitad del camino de un parto natural. El bisturí que atravesó mi vientre para llegar a él, se encontró con sus intentos de salir libremente. Así lo hizo, con un cuerpo grande, un pecho amplio y un grito que llenó cada espacio de esa sala esterilizada.

Siempre he pensado que uno nace muchas veces. Nace cuando una madre decide que quiere compartir su cuerpo con el de su hijo. Nace cuando la tierra da su aprobación para la llegada de un nuevo ser. Yo siento que mi hijo nació por primera vez unos meses antes en las alturas de Machu Picchu. Nació cuando el niño grande que estaba de pie, se encontró con su Apu y decidió girar. Sentí cada movimiento mientras subía esos escalones de piedra; los espirales de sus pies, manos y cabeza en mi vientre componían una danza de felicidad de quien sabe que está en el lugar y momento correcto. Quizá ese fue el primer nacimiento de mi hijo. Una tarde en una huaca mayor, donde un insospechado sol que era Inti se asomaba entre nubes oscuras de lluvia y la kaypacha daba su aprobación y bienvenida a un nuevo miembro de sangre.

El agua y el llanto
Lejos de Cusco, en una ciudad donde no llueve, mi hijo y yo pasamos nuestra primera noche juntos. Su primer grito en la tierra se ha convertido en la lengua franca entre nosotros. Puedo reconocer su llanto en la oscuridad, puedo oírlo incluso a lo lejos cuando se lo llevan y lo mezclan con otras crías. Reconozco sus distintos llantos, no todos son iguales. Esos matices imperceptibles para el resto, para nosotros son un oráculo de agua por la que se manifiesta el dolor, la necesidad, el hambre.

El agua transformada en lluvia, esa que esperaba de niña para escucharla caer estrepitosa al compás de truenos y relámpagos, era una orquesta amable que sonaba para que yo pudiera dormir. Mi hijo y yo, atrapados en esta ciudad, no estamos cerca de la lluvia, ni del Illapa, ni de su arrullo por las noches. Me sentía abandonada, desprotegida junto a mi cría. Mi hermana, en un acto de compasión, nos trae una caja blanca de sonidos que nos permiten viajar artificialmente a nuestra tierra y así tratar de conciliar el sueño con el sonido de una lluvia cibernética. Ambas sabemos que es un intento inutil. Los recuerdos primarios de mi hijo están lejos del arrullo del Illapa.

Mi niño tiene sueño, su llanto es acompañado por lágrimas que brotan por primera vez de sus ojos. Siento impotencia. El agua, transformado en lágrimas de dolor, solo puede ser aplacada con el agua de lluvia que está lejos de nosotros. Decido darle el único líquido que tengo para ofrendar a su sueño. Él, prendido a mi pecho mientras extrae leche, me mira. Madre, ¿Quién necesita la máquina blanca?, podemos ir juntos a buscar bajo las nubes el sonido de la lluvia y escucharla mientras encontramos el sueño.

La sangre y la leche
Alimento a mi hijo con mi propia carne. Desnuda, me entrego a su canibalismo maternal que se alimenta de sangre y leche. Mi hijo no conoce mi dolor, tampoco mis lágrimas que caen cada vez que se prende de mi pecho. Deseo que la cotidianidad del sufrimiento genere una coraza, domestique mi dolor. Pero hoy, soy un animal lacerado, que cura las heridas de su pecho con leche tibia. Descubro que ese líquido brillante no solo brota para alimentar a mi hijo, sino que ha llegado para sanar mis dolores y recomponer mi cuerpo.

Mis cuatro madres cusqueñas están felices del alimento abundante con el que he sido bendecida, estoy prohibida de cuestionar ese designio de la naturaleza. Ellas sirven en un vaso de vidrio el néctar de hinojo que han preparado y que debo tomar para que al niño nunca le falte comida. Obedezco. La leche que brota como ríos caudalosos transforma mi pechos en rocas igneas, incandescentes. Mis cuatro madres me curan con hojas de col, las cuales colocan sobre mi pecho simulando una flor de pétalos gigantes. Sus esfuerzos son en vano, el dolor ha inundado todo. Pego a mi hijo a mi pecho, con miedo, con dolor. Él en un acto de compasión abre sus fauces y destruye las rocas de mis pechos.

La piel
Desde que nació mi hijo le tengo miedo a la noche, siento que se aproxima el peligro transformado en llanto de una cría que no conoce otra forma de comunicar la amenaza que lo acecha. Ha sido una noche larga, sin ningún respiro de sueño. La desesperación ha hecho que abra la puerta de mi casa. Entra una tía de cariño que, según mi madre, guarda la herencia familiar de conocer el misterio de la procedencia del llanto. Mira a mi hijo fijamente a los ojos y sentencia: lo han ojeado, debes aprender a santiguarlo. El ritual debe ser ejecutado únicamente por mí, colocando la punta de mi lengua sobre su frente. Debo lamerlo, probar si de ese fragmento de piel brota un sabor salado, el cual debe ser expulsado de mi boca al compás de rezos católicos. Pruebo a mi hijo, lamo con ternura su frente. No encuentro el sabor salado, lo que encuentro es el deseo de poder retirar con lamidas de madre todos los males que puedan estar acechándolo.

Los días que siguieron al parto desprendieron, una a una, las prendas que cubrían con pudor mi piel. Salieron como capas para descubrirme frente a mi hijo, para que sea él quien me abrigue, para reencontrar el calor de esos dos cuerpos que, no hace mucho, eran sólo uno. A mi desnudez la antecedió el entierro de mi antiguo cuerpo. Unos meses antes del parto limpié con cuidado esa antigua casa, despidiéndome de todos los detalles que existían en sus esquinitas. Corté mis uñas al ras de mi piel, abandoné el color rojo que llevaban y que tanto amaba. También renuncié a mi cabello suelto, mis aretes largos; los reemplacé por líquidos que caían como constelaciones lácteas que se filtraban como ríos por mis pies descalzo, esos que parecían resistirse a regresar a su forma original, anchos y grandes, como si se hubiesen transformado en dos troncos que me plantaban a esa nueva tierra donde debía esperar el fruto producto del entierro que acaba de ocurrir.

El nido
Recuerdo que de niña vi cómo un ave abandonó a sus crías porque mis primos y yo decidimos tocar su nido. No teníamos intenciones de lastimar a las pequeñas avecillas, simplemente curiosidad de ver lo pequeñas que eran. Así, desfilaron por días familia y amigos que querían ver a mi cría en su nido. Llegaron con ofrendas y ordenes de lo que se debía hacer, de lo que debíamos hacer. Yo solo quería escapar a donde no nos encuentren, no nos busquen. Brotó de mi un deseo asesino, quería atacar como un animal salvaje a mis parientes. Quería tejer a mi hijo a mi pecho y encerrarme con él en el nido que, durante meses, rama a rama, había construido para nosotros. Eso hice. Cerré las puertas de mi casa y coloqué a mi hijo lo más cerca de mí que pude, arrimé en un pequeño fortín todos los troncos de los muebles, para cuidarlo de los humanos.

Resucitar
Vi pasar dos lunas llenas desde mi nido. Mi hijo ha abierto las manos y me ha mostrado las líneas de su vida. Mi rito de iniciación ha finalizado. Miro a Caetano y resucito.

Nací en Cusco en 1987, hija de una familia grande de muchas madres. Estudié Arqueología e hice una maestría en Historia, pero cometí apostasía con ambas disciplinas.

Hoy me dedico a escribir en libertad, con poco respeto por los cánones de academia y mucho respeto a los tiempos con mi hijo Caetano. 

Pienso que los tabús y miedos más grandes que existen en Perú residen en hablar alto y mirar de frente esa pluralidad de maternidades que existen, quitando la mirada monolítica que quiere forzarnos a calzar en el mandato patriarcal del rol de madre perfecta

¿Cómo fue tu aproximación a la escritura?

Siempre digo que mi oficio más viejo es el de escribana. Desde niña he escrito sobre todos los soportes a los que he tenido acceso: diarios, paredes, carpetas, papel en todas sus presentaciones, desde una servilleta, hasta libretas que colecciono con fragmentos de notas que se me ocurren sin buscarlas. Mi hoja de vida, fuera de los libros y publicaciones que relucen más en la esfera pública, está profundamente habitada por escritos más mundanos, con los que me identifico más y que he hecho desde un anonimato feliz. He escrito cartas apasionadas para amores que no eran míos, mensajes de rompimiento de corazón abierto, cuentos para mi hermana pequeña, solicitudes de quejas en una infinidad de ocasiones: desde la de una madre contra el colegio de su hijo, hasta devoluciones bancarias de amigas/os que tocaban mi puerta para poner en palabras su impotencia. También, he probado mi pluma tras una camisa blanca en un escritorio como trabajadora del Estado, con el lenguaje codificado del burócrata, pero que no pierde la oportunidad para regarle un poco de poesía. Escribo porque no conozco otra forma de vivir, y reconozco un valor maravilloso en todos los espacios que me han permitido hacerlo. 

¿Consideras que hay tabú en posicionarse sobre algunos temas relativos a la maternidad en tu país?

Creo que debo partir diciendo que no creo en la maternidad en singular. Sobre eso, pienso que los tabús y miedos más grandes que existen en Perú residen en hablar alto y mirar de frente esa pluralidad de maternidades que existen, quitando la mirada monolítica que quiere forzarnos a calzar en el mandato patriarcal del rol de madre perfecta; uno que no existe, pero es el que se impone en el imaginario. Posicionarse sobre esto recibe un castigo social inmenso contra quienes no quieren trabajar en calzar en el rol de “madre ideal”, rompiendo el discurso único y privilegiado que persiste, pero que es roto cuando pare una mujer sola y niega el deseo de la familia nuclear. Se rompe también cuando habla una madre migrante desde su experiencia, cuando una madre chola quiere deshigienizar con sus tradiciones el pulcro espacio de cuidado. Explota con el cuerpo trans que materna, con la lesbianas que tienen una hija/o, con la madre joven, con la madre vieja. Con las madres que no tienen leche, con las que sufren cortes en sus pechos por la abundancia de la misma. Con la que trabaja en la calle, o en la casa. Esa maternidad que es la más real y humana, es sobre la que pesan los tabús que quieren negar su existencia. 

¿Crees que la maternidad nos deja a las mujeres en desventaja profesional dentro del mundo laboral?

Cuando una se enfrenta a mantenerse en un trabajo de ocho o más horas diarias, cinco o más días a la semana, mientras tu cuerpo y espíritu está atado a tu hijx, comprendes —quizá de la forma más lacerante— la forma en que el patriarcado y el capitalismo funcionan en nuestra contra. La maternidad y el mundo laboral se siente como dos universos incompatibles, y la renuncia a cualquiera de ellos se siente como una derrota de la que cuesta recomponerse.

¿Qué opinión tienes sobre proyectos realizados por mujeres y para mujeres?

El cuidado es algo que siempre suelo encontrar en espacios/proyectos generados por mujeres para mujeres. Esto nos permite escribir, pensar y hablar en un lugar seguro, además de aproximarnos con ternura a la historia y propuestas de otras mujeres. Conversar, crear y difundir con la honestidad de quien se siente en un lugar amable donde están cuidando y nutriendo tus ideas. 

¿Tienes alguna referencia de proyectos desde el arte que permitan leer el vínculo entre la práctica artística y el cuidado materno?

Desde el teatro, me ha parecido muy logrado el trabajo realizado por “Proyecto Maternidades”. Una propuesta interesante de presentar esas diferentes formas de abordar la maternidad. El proyecto presenta la vida e historias de cinco mujeres de distintas edades, saberes y orígenes que nos adentran en sus historias sobre maternidad.